Por doloroso que resulte, tendríamos que comenzar a asumir que México se encuentra en una ruta que solo puede terminar en un escenario: el uso del Ejército para enfrentar al crimen organizado. Las implicaciones políticas son graves, pero si no comenzamos a discutirlo pueden ser catastróficas.
La tendencia expansiva de la delincuencia muestra que hace tiempo se cruzó el límite en el que el sistema de justicia o las policías civiles podían enfrentarlos, mucho menos reducirlos. De entrada, porque los ejércitos paramilitares del CJNG y similares, que ya son clandestinos, superan a los cuerpos de seguridad nacional, sean municipales, estatales o federales. Y, por otro lado, porque la fuerza económica de las bandas para sobornar, meter en sus nóminas informales y/o intimidar a las autoridades locales, torpedea toda posibilidad de que la administración pública se convierta en un freno a la expansión criminal.
Ante esta incapacidad, la presencia del crimen organizado es ya insoportable en una buena parte del territorio y en muchas actividades. Desde los comicios electorales y la imposición de autoridades locales, hasta el robo de plataformas petroleras, pasando por el huachicol de gas, la extorsión de los negocios, el control de cosechas, el robo a transportistas, la expulsión de habitantes, la gestión de tianguis y vendedores ambulantes, la piratería y la prostitución, el contrabando de gasolina, la tala clandestina, la introducción de armas, la censura a medios de comunicación local y un largo etcétera. Hace algunos años se decía que la legalización de algunas drogas eliminaría la fuente de negocios del narco y sería el paso decisivo para reducirlos. Hace rato que dejamos atrás ese punto. Su “modelo de negocio” reside en el control territorial de espacios cada vez más amplios y, una vez que ejercen este poder, se dedican a expoliar todas las actividades en las que es posible lucrar. Su territorio no se limita a las zonas rurales en las que ya son “ley”, extiende sus dedos hasta abarcar carreteras atractivas, barrios bravos de las ciudades, playas, pasos fronterizos, puertos y aduanas. Y no se trata ya de robo hormiga o introducción escondida de armas en la cajuela, sino de contenedores a escala industrial.
Tiene razón el presidente Andrés Manuel López Obrador cuando afirma que el origen de la delincuencia se encuentra en la falta de oportunidades y en la impunidad en la que operan los criminales, producto en gran medida de la podredumbre del poder judicial. Por consiguiente, atender la raíz del problema pasa por generar empleos y prosperidad para ofrecer alternativas a la población, por un lado, y por el saneamiento de la estructura en la que operan jueces, tribunales y policías. Para nuestra desgracia, el fortalecimiento del crimen organizado caminó mucho más aprisa que los avances del gobierno de la 4T en sus objetivos de largo plazo.
Este martes los transportistas cerraron las carreteras de varias entidades en protesta porque ya no pueden circular sin ser asaltados. Y desde luego no se refieren a caminos secundarios sino a las vías que enlazan al centro del país con la frontera ¿Cuánto tiempo pasará antes de que en ciudades como Cuernavaca, Uruapan o Matamoros pasen tres tipos a exigir una cuota mensual en cada casa de determinados barrios en nombre del jefe local? Y, peor aún, ¿cuánto tiempo llevará que una porción cada vez más amplia de la población prefiera la instalación de un poder autoritario a cambio de seguridad para sus familias y su fuente de trabajo? ¿Qué tipo de gobierno pedirían hoy los aguacateros obligados a trabajar para el narco o los pobladores expulsados de pueblos en Zacatecas y Michoacán?
Todo lo anterior no constituye un exhorto para el advenimiento de un gobierno autoritario, sino todo lo contrario. Un llamado para hacer algo mientras todavía podamos conducir por vías relativamente institucionales y democráticas la confrontación militarizada que supone detener al crimen organizado. Si no hacemos algo para tutelar este proceso, la solución militar nos va a “suceder”. Primero, porque la expansión de los cárteles seguirá deteriorando la vida nacional; y segundo, porque llegará un momento en que la población esté dispuesta a aceptar cualquier alternativa que le garantice cierta seguridad. Y llegados a tal punto sólo quedará la salida mala y la peor: la elección de un candidato fascista con algún carisma que prometa el consabido “orden y paz” a cambio de manos libres, o de plano, la intervención directa o disfrazada del propio Ejército.
Dos datos: uno, en algunos círculos políticos se asume que los generales ya están en condiciones de ejercer vetos en temas que les atañe. Por ejemplo, su oposición a que el general Cienfuegos, ex secretario de la Defensa, fuera investigado en México luego de ser “rescatado” tras la detención de la DEA, algo que inicialmente el propio AMLO había sugerido. ¿Qué va a hacer un presidente cuando los generales rechacen o exijan algo que les interese? Dos, de hecho, la militarización ya está en marcha, aunque por una vía inesperada, en la medida en que el gobierno de la 4t ha entregado porciones importantes de la administración pública a los soldados bajo la argumentación, expresada por el presidente, de que ellos eran más honestos y eficientes que los civiles. En la medida en que esta noción comience a ser internalizada en círculos castrenses, habrá una justificación, incluso patriótica, para exigir un mayor involucramiento en otras áreas. Tal protagonismo y un probable clamor popular para detener al crimen pueden desembocar en soluciones preocupantes. Y no se trata de que los militares sean “los malos” necesariamente; su apoyo al servicio público y el cariño popular del que gozan está a la vista. Pero el involucramiento del ejército en el poder político, sin mediación o contrapesos de la sociedad, suele traducirse en situaciones indeseables para un país y sus ciudadanos.
Quizá estoy equivocado y todavía cabe alguna solución “civil” para detener al crimen organizado. Si tal es el caso, habría que intentarlo y agotar todas las posibilidades en este sentido. Pero habría que hacerlo sin falsas ilusiones de que nuestros tribunales pueden ser suizos y nuestras policías alemanas por arte de magia. El rasgado de vestiduras en ese sentido terminaría siendo cómplice; de continuar la inacción terminaremos en escenarios límite. Porque si esto falla, o incluso si ya ni siquiera es viable, más convendría usar la carta militar mientras pueda ser ejercida dentro de los parámetros institucionales que hoy tenemos. Si hay que ampliar cuarteles, presupuestos y armamentos y emprender la confrontación mejor hacerlo pronto, mientras exista un sistema político capaz de tutelar este esfuerzo y no cuando nuestro brazo armado imponga las condiciones porque así lo exige una crisis insostenible. Mientras nos entretenemos con los dimes y diretes de la revocación de mandato o las especulaciones de la sucesión, la fuerza real se está desplazando en favor de aquellos que están en condiciones de ejercer la violencia: los poderes salvajes, es decir los cárteles, y los poderes legales pero cada vez más autónomos, los generales.
@jorgezepedap
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país
O suscríbete para leer sin límites
Suscríbete y lee sin límites