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En el mundo emprendedor crece con timidez aunque con muchas ganas un rubro muy particular. Está compuesto por unas decenas de proyectos y pymes enfocadas en utilizar lo que otros consideran basura como su materia prima para producir objetos conscientes, con diseño e impacto. El término que los conglomera es el upcycling, la práctica de darle una segunda vida a elementos que se creían perdidos.
Los emprendedores que decidieron iniciar sus caminos en este microsector comparten varias características. Se entienden como actores protagonistas en la lucha contra las toneladas inimaginables de desechos que se generan todos los días. Son pequeños soldados en una batalla titánica que no creen perdida. Algunos de ellos se desalientan frecuentemente al ver la masividad del problema que intentan resolver. La frustración genera un cementerio de ideas innovadoras, perdidas en la decepción y en las trabas que el mundo de los negocios impone, particularmente a jóvenes que admiten tener pocas a nulas herramientas financieras.
Pero aquellos que persisten en transformar algo de basura, por poco que sea, son cada vez más. Y con ello, paulatinamente se recluta un ejército de emprendedores involucrados con el llamado “triple impacto” vinculado con los desechos. Este término, de moda últimamente, significa que un negocio sea positivo social, ambiental y económicamente. Para ellos es un “certificado” sagrado. Se controlan entre sí. Esta pésimamente visto que un proyecto se embandere con esa insignia si no pasa el filtro de la comunidad, que tiene muy en claro las variables de las que depende el visto bueno.
El primer y más importante requisito, en el caso del upcycling, es que los productos tienen que tener como protagonista a la basura. No vale que el objeto sea 10% reciclado y 90% materia prima virgen. Los insumos son infinitos: redes de verdulería, retazos de tela, cualquier tipo de objeto de plástico, gomas de bicicleta, descartes industriales de toda clase, cuero, mangueras de bomberos y banners, entre miles de otros. Cada uno tiene un tratamiento en particular, con versatilidades que permiten una amplia libertad para el diseño ingenioso de carteras, camperas, cuadernos, muebles, macetas, postes viales o ladrillos. Las opciones son ilimitadas.
Otra de las particularidades que comparten estos emprendedores es su desconfianza por la escalabilidad. LA NACION conversó con una decena de ellos que mostraron recelo y, en algunos casos, hasta negación por darle vuelo alto a sus negocios. ¿Por qué? La respuesta es simple: para ellos, la producción a gran escala genera menores posibilidades de control de calidad “ambiental”. Además, algunos expresaron sentir cierta “aberración” por tener que rendir cuentas a un tercero inversor, por ejemplo, quién creen que estará más preocupado por la rentabilidad del proyecto que su impacto ambiental.
Deciden emprender solos… pero en red. Cada marca depende una telaraña de proveedores, cooperativas y personas que colaboran en sobrepasar los desafíos del día a día. Respecto a la profesión, muchos de los fundadores de estos negocios comparten un título universitario: el de diseñador industrial. En sus estudios, lograron experimentar con materiales, familiarizarse con máquinas y aprendieron a hacer matricería, clave para convertir en realidad los productos en los que sueñan.
Uno de ellos es Leo Rothpflug. Estudió en la Facultad de Arquitectura de la UBA. Su formación fue clave para empezar Re Accionar, la pyme que hoy conduce. Cuando comenzaba a dar sus primeros pasos para convertir los tipos de plástico más difíciles de reciclar en cosas útiles, se enfrentó a un problema. Las máquinas que requería eran carísimas, inaccesibles. Decidió entonces armarlas él. Consiguió los insumos necesarios, diseñó y soldó.
Re Accionar se dedica principalmente a la transformación del poliestireno, un material plástico que se encuentra en envases como los potes de dulce de leche o queso crema. Admite que al elegir esa materia prima se metió en un problema. Los recuperadores urbanos no separan esos residuos porque hay pocos negocios que se dediquen a transformarlos. Decidió convertirse en uno de ellos. Desde que comenzó su emprendimiento, lleva recicladas tres toneladas de plástico que se transformaron en bowls, macetas, portavasos, tachos de basura y muebles, su última creación. Re Accionar, tras trabajar con marcas como Patagonia y Mercado Libre, se convertirá en una cooperativa que emplea a siete personas.
Dos puntos di, de Anabella Rezanowicz y Darío Mercuri, también trabaja con plástico, aunque se focaliza en bolsas. Hacen hincapié en recuperar “basura” industrial, partes de la producción que fueron descartados por presentar defectos o no pasar controles de calidad. Algunos de ellos provienen de la industria automotriz. Con el recubrimiento del tablero y puertas símil cuero de los autos hacen carpetas y lapiceros. Con rollos dejados de lado de alfombra para vehículos hacen carteras. Sin embargo, eligieron otro modelo: buscaron un esquema B2B en el que realizan pedidos a medida para regalos empresariales o productos personalizados para compañías y gobiernos. Una de sus últimas creaciones fue transformar 1800 kilos de caños de gas viejos en ceniceros para la vía pública que hoy se encuentran en La Plata, Olavarría y Viedma, entre otras ciudades.
Cada plástico tiene un tratamiento particular y cuenta con características especiales, que los vuelven claves para diferentes productos. Un ejemplo son las composteras que fabrican en Viví Más Verde. Para garantizar que los residuos orgánicos se conviertan en buen fertilizante para la tierra, Carolina y Verónica Gheorghiu requirieron un insumo compacto y resistente. Se encontraron con una buena opción en las cisternas agrícolas. Hoy llevan vendidas 2000 composteras “urbanas” de diseño, en más de ocho colores disponibles, que además rotan para permitir airear los húmedos y secos hasta que se convertirán en oro para el crecimiento de cualquier planta.
Otra de las grandes patas de los emprendimientos de upcycling es su intención por generar impacto en lo social. Juaga, de Leandro Caamaño y Ana Trelles, pone especial atención en ello porque emplea a cinco personas en la Unidad 26 de Olmos. En el taller, que se encuentra dentro de la cárcel, se producen carteras, bolsos y riñoneras a partir de las cámaras de bicicletas y autos, insumos que otorgan buena durabilidad a los productos.
Rauni, por su parte, se alió con fundaciones para dar trabajo a personas con discapacidades intelectuales. Armaron una línea de puffs, almohadones, zafu (cojines para yoga) y bólsters rellenos con descartes de la industria textil y retazos de ropa imposibles de recuperar. Cada producto recicla distintos tipos de tela para garantizar la textura necesaria. La lencería se utiliza para los productos más blandos mientras que los lienzos y polar aportan mayor compactibilidad. El año pasado, lograron reciclar una tonelada de residuos.
Kusco, cuyo nombre se inspiró en los “perros de la calle”, de donde provienen parte de sus materias primas, se dedica a reconvertir cartón en sillones, mesas e instalaciones para eventos. La pandemia fue dura para ellos especialmente, ya que dependían de festivales y puestas en escena para desplegar sus creaciones, que van desde livings hasta laberintos hechos de cartón. Hoy venden plataformas para computadoras, para auriculares o celulares, accesorios de oficina especialmente útiles en épocas de home office.
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