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Por Vicky Reptile
Había una vez un país joven latinoamericano que soñaba con plantarse como una potencia dentro de la industria audiovisual. Ese país era Argentina, y a finales de la década del 30, cuando el cine sonoro empezaba a reverberar en todo el mundo, un hombre, un inmigrante español, fundó un estudio en las afueras de Buenos Aires, en ese territorio que se conoce como el “conurbano bonaerense”, en la localidad de Bella Vista que soñaba se convirtiera en una suerte de Hollywood latinoamericano. La empresa se llamaba Estudios San Miguel, duró aproximadamente veinte años y produjo alrededor de cincuenta películas.
Miguel Machinandiarena llegó a la República Argentina a mediados de 1915 desde su España natal, como tantos otros inmigrantes de Europa lo hicieron. A mediados del siglo XX se convirtió en un empresario destacado, que comenzó su labor en el Banco de Avellaneda y, de allí, fue escalando posiciones hasta codearse con la clase más alta y con los políticos del país. Tanto así que el entonces gobernador de la Provincia de Buenos Aires le concedió la explotación del Casino de Mar del Plata, localizado en uno de los balnearios turísticos más destacados del país.
Gracias a esta concesión, Machinandiarena logró amasar una pequeña gran fortuna que, con su ojo ávido de negocios rentables y su experiencia, se propuso invertir, junto a su hermano, en una productora audiovisual. Sabiendo que el mundo tenía la mirada puesta en el cine hollywoodense, Machinandiarena viajó hasta allí, a Estados Unidos, para comprar los equipos y la tecnología necesaria para poder competir con las películas que salían desde Los Ángeles.
El estudio, que fue bautizado Estudios San Miguel, se alojó a aproximadamente 30 kilómetros de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en la localidad de San Miguel y para 1940 ya se encontraba completamente funcional. Mientras que las primeras producciones se consideraron “de prueba”, para poner a punto la maquinaria tan avanzada que pisaba por primera vez suelo latinoamericano, fue Petróleo, la película dirigida por Arturo S. Mom, la primera obra que puso a Estudios San Miguel en el mapa de cinematografía argentina.
Como decíamos en un comienzo, los Estudios San Miguel duraron aproximadamente veinte años y, dentro de esos veinte años, realizaron algo así como 50 películas. Gracias a su tecnología de avanzada, muchas de esas películas terminaron siendo premiadas. Por ejemplo, la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de la Argentina le entregó el premio Cóndor a Tres hombres del río en las categorías de mejor dirección, mejor argumento original, mejor actriz de reparto, mejor fotografía y mejor labor de cámara. La película, que fue dirigida por Mario Soffici, está basada en un cuento de Eliseo Montaine que narra la historia de tres contrabandistas que levantan en Puerto Esperanza a una misteriosa muchacha, a quien se disputarán mientras navegan por el bravo río Paraná.
Otras películas destacadas dentro de la historia de Estudios San Miguel, son, por ejemplo, La dama duende, de 1945, dirigida por Luis Saslavsky, que cuenta la historia de un amor imposible entre una viuda y un Oficial del Ejército y que recibió el Cóndor a Mejor Película, o también Los isleros, un filme de 1951 dirigido por Lucas Demare con la mismísima Tita Merello en su elenco (y en uno de los papeles más icónicos de su carrera) que cuenta los sacrificios de la vida en las islas del delta del Río Paraná.
Estudios San Miguel era una propuesta maravillosa. No solo traía a Argentina y a Latinoamérica el nivel y la tecnología de producciones estelares como las de Hollywood, sino que también permitía que esas producciones contaran historias locales, de hombres y mujeres como los que habitaban en el país en el momento.
Sin embargo, el sueño terminó agotándose. La empresa no era tan rentable como Machinandiarena pensaba y, a medida que intentaba expandirlo, los costos subían más y más y él terminaba tapando agujeros de su propio bolsillo. Para 1954, Estudios San Miguel tenía una deuda de más de seis millones de pesos, lo que terminó llevándolo a la ruina.
A pesar de los intentos de salvar a los Estudios San Miguel (intentos que incluyeron la creación de una cooperativa y hasta los esfuerzos muchos años después del hijo de Machinandiarena por reabrir el estudio de su padre), ninguno de ellos fue fructuoso. Sin embargo, Estudios San Miguel no solo representa uno de los mejores momentos de la industria cinematográfica argentina, sino también un sueño de realizar en suelo latinoamericano producciones con el nivel de las extranjeras, de conseguir nuestro propio Hollywood.
