Electrónica y semiconductores. El plan del grupo Tata para revolucionar la economía de la India – LA NACION

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Para tener un panorama de la última frontera del capitalismo en la India, basta con hacer un viaje a Tamil Nadu, la región sudeste del país, donde las fábricas nuevas con paneles solares en sus techos se extienden sobre un vasto polo industrial de 220 hectáreas de superficie. Según dicen, allí el Grupo Tata está fabricando para Apple los componentes de su más reciente modelo de iPhone, integrando finalmente a la India a la cadena de suministros más sofisticada del mundo, que hasta ahora parecía estar anclada a China.
Y ese proyecto no es el único, sino parte de la nueva e impactante inversión de US$90.000 millones de la mayor empresa de la India, que se está reposicionando hacia el interior de su mercado doméstico y apartándose de su estrategia de más de 30 años de diseminarse por el mundo. El objetivo de Tata de construir fábricas de electrónicos y semiconductores en la India podría transformar la economía del país. “Creo firmemente que esta será la gran década de la India”, dice Natarajan Chandrasekaran, que dirige el holding Tata Sons, la empresa controlante del grupo.
El cambio de estrategia también refleja el profundo cambio psicológico que se está dando en los más fervientes globalizadores del mundo empresario para adaptarse a las nuevas megatendencias. Entre esos cambios está la relocalización de la estrategia de producción para alejarse de China, la implementación de nuevos sistemas energéticos, y la aplicación de nuevas políticas industriales, que en la India son impulsadas por el primer ministro Narendra Modi.
De las grandes economías del mundo, la India es la de mayor crecimiento, y quienes siguen de cerca la evolución de ese país podrían quedarse con la sensación de que es gobernado por Mukesh Ambani y Gautam Adani, dos titanes de la industria cuyos conglomerados acaparan los titulares y los convierten en los hombres más ricos de Asia. Juntos, “los dos A” podrían invertir más de US$100.000 millones en los próximos cinco años. Sin embargo, Tata sigue siendo la empresa más grande del país en términos de valor de mercado -está valuada en US$269.000 millones- y en ganancias operativas -US$16.000 millones el año pasado-, que van desde la siderurgia hasta el desarrollo de software. Y se estima que sus nuevos planes de inversión son mayores que los de ninguna otra empresa individual y abarcan desde la fabricación de autos eléctricos y la construcción de gigafábricas de baterías, hasta el desarrollo de microchips y energía limpia. Y por si fuera poco, la ambición del Grupo Tata lo ha llevado a escalar el Everest del despegue corporativo con la compra de Air India.
Por su escala, su reputación y su historial, el Grupo tata es unas de las empresas más importantes del mundo. Con entre 800 y 900 millones de clientes en sus diez líneas de negocios, Tata emplea a casi un millón de personas, más que ninguna otra empresa del mundo, salvo Amazon y Walmart. Y también es un ejemplo de supervivencia: de las empresas del mundo valuadas en más de US$200.000 millones, el Grupo Tata es la más antigua, ya que fue fundada en 1868, 18 años antes de la creación de Johnson & Johnson. Cuando las multinacionales de primera línea invierten en la India -y no solo Apple, sino todas, desde Starbucks hasta Zara-, buscan asociarse con Tata, una empresa en la que realmente pueden confiar. Curiosamente, el Grupo Tata es dirigido por tecnócratas que reportan a la obra filantrópica tal vez menos conocida y más rica del mundo, y no por magnates preocupados por el puesto que ocupan en la lista de millonarios de la revista Forbes.
Para entender los planes a largo plazo de la India y el Grupo Tata en los décadas de 2020 y 2030 hay que retroceder en el tiempo.
La empresa se ha mantenido viva gracias a su poder de adaptación a los cambios tecnológicos y políticos. Fabricó acero para los ferrocarriles en la época colonial británica, después de la independencia logró capear la deriva de la India hacia el socialismo. A principios de la década del ‘90, con la apertura de la economía, la empresa reinventó el trabajo de oficina con la venta de servicios de subcontratación de tecnología de la información. Ratan Tata, presidente del grupo entre 1991 y 2012, dedicó la primera década en su cargo para empujar a la empresa hasta la era moderna, y la segunda década posicionarla a nivel mundial con la adquisición de compañías en otros países por más de US$18.000 millones, incluida la automotriz británica Jaguar Land Rover, y Corus, la siderúrgica anglo-holandesa.
En aquel momento, la fe del Grupo Tata en las oportunidades ilimitadas del comercio sin fronteras era compartida por muchas otras empresas. Entre 2000 y su pico en 2008, la inversión anual de las empresas indias en el extranjero se multiplicó casi por 40, mientras que el promedio de todos los mercados emergentes aumentó por cuatro. Hasta China en ese momento alentó a los directivos de sus empresas “a salir ahí afuera”. Incluso Cemex, el gigante del cemento de México, se convirtió en una impensada máquina de acuerdos internacionales.
Pero detrás de ese auge había tanto optimismo como incertidumbre. Al Grupo Tata le preocupaba que la India fuera demasiado corrupta para ofrecer igualdad de condiciones y reglas de juego claras. En términos más generales, Tata y muchas otras empresas de mercados emergentes creían que para aprovechar las tecnologías avanzadas había que estar sí o sí en Occidente.
Pero esa era de reflexivo globalismo corporativo se terminó. La diseminación geográfica debilitó las finanzas de la mayoría de los multinacionales adquirentes. En el caso de Tata, se calcula que alrededor de dos tercios de sus ventas de 2012 se realizaron en el extranjero. Por su parte, el 70% de su capital empleado obtuvo un pobre rendimiento de menos del 10%. La deuda neta había llegado a duplicar la utilidad operativa bruta. Esa tensión financiera terminó por desencadenar una crisis de manejo de la empresa cuando Ratan Tata se peleó con su sucesor, Cyrus Mistry, cuya familia posee el 18% del holding. A principios de 2017, Tata optó por la meritocracia y lo reemplazó por Chandrasekaran, que hasta entonces dirigía el próspero negocio de tecnología de la información que había mantenido a flote al grupo.
El ascenso de Chandrasekaran a la cima de los negocios asiáticos revela otro cambio radical: la confianza tecnológica que se tienen los mercados emergentes. En la última década, India creó los sistemas de pago más avanzados del mundo y un ambiente propicio para las inversiones de capital de riesgo que ayudó a financiar a más de 100 “unicornios” tecnológicos privados valuados en US$1000 millones o más. Las empresas de servicios de tecnología de la información, incluida la de Tata, han más que duplicado su tamaño y se han vuelto técnicamente más sofisticadas. Y aunque a Tata probablemente no le guste reconocerlo, la histórica inversión a diez años de US$46.000 millones que hizo Ambani en la firma Jio, una empresa india de telecomunicaciones 5G, ha demostrado lo rentable que puede ser invertir grandes sumas de capital en tecnología de punta en una economía en desarrollo.
A esa mayor confianza tecnológica se suma el último gran giro: el cambio en la relación entre las empresas y el Estado que impulsa el gobierno de Modi. Tanto el alejamiento de las cadenas de suministro de China como las nuevas tecnologías y la transición energética mundial han creado enormes oportunidades. Pero, ¿quién las aprovechará?
Los jugadores más obvios no están a la altura. Las empresas estatales de la India son inviables. Las multinacionales extranjeras no se han abierto a la industrialización ni a los avances tecnológicos. Los mercados de capitales no han logrado crear empresas jóvenes con capital suficiente para encarar apuestas arriesgadas. El último ciclo de inversión de la India -el auge de la infraestructura entre 2003 y 2011-, se alimentó de deuda y terminó entre lágrimas. El gobierno y algunos directivos ahora prefieren a las empresas gigantes, como la siderúrgica JSW Steel y el banco HDFC, que está por cerrar una megafusión de US$140.000 millones.
Algunas firmas, como el Grupo Adani y Reliance, propiedad de Ambani, han abrazado ese rol y la cercanía con el Estado que trae aparejada. Otros hacen una apuesta más calculada y creen que las exigencias del desarrollo nacional son realmente compatibles con un negocio responsable y rentable. Tata se ubica en este segundo grupo.
Como jefe, Chandrasekaran es rápido, hiperracional, y hasta tiene una pizca de humor, en comparación con el aristocrático y enigmático Ratan Tata. La información dentro de la empresa circula ágilmente, y a los directivos que manejan las subsidiarias se les dice que si quieren capital para invertir, primero logren mejorar su rendimiento. De hecho, la empresa ha ido eliminado sigilosamente sus negocios menos rentables: desde 2017,
Tata Sons se desprendió de US$10.000 millones en inversiones en sus sectores menos productivos, como las telecomunicaciones, y se abocó a recapitalizar sus sectores más frágiles.
Algunas de las divisiones más rezagadas de Tata en la India se han ido enderezando. El cíclico negocio del acero está en auge, al menos por ahora, y la participación de Tata en el mercado automotriz ha aumentado, especialmente en el sector de vehículos eléctricos, a pesar de que el Nexon, su modelo más vendido, cuesta US$17.000 más caro que el abandonado modelo Nano. La operación de limpieza está casi un 70% completa, y como resultado se calcula que el rendimiento del capital del Grupo Tata ha alcanzado el 21%, o el 14% excluyendo sus servicios. Según esas estimaciones, la porción de capital de Tata con rendimiento inferior al 10% se ha reducido al 48%, y el apalancamiento se redujo a menos de la mitad de lo que era anteriormente. Según esos mismos cálculos, desde 2017 el rendimiento en Bolsa de una acción de Tata Sons ha superado en 46 puntos porcentuales el promedio del mercado de valores de India.
Y también ha ocurrido algo sorprendente: por primera vez desde la década de 1990, el Grupo Tata se está volviendo “más indio”. El año pasado, sus ventas domésticas alcanzaron el 38% del total, con un crecimiento de casi el doble que las extranjeras en la última década. Y el plan de Chandrasekaran para los próximos cinco años acelerará ese proceso, con el despliegue de un capital estimado en US$90.000 millones en inversiones, sobre todo en la India y en especial en proyectos de tecnología de punta y compatibles con la agenda del gobierno. Algunas de esas inversiones apuestan al crecimiento del consumo interno en la India, y otros a la fabricación de productos de exportación. “Es una oportunidad global para que las empresas globales establezcan su cadena se suministros con sede en la India”, dijo recientemente Chandrasekaran.
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