Con total sinceridad y respeto para los implicados les digo que somos cada vez más los que estamos aburridos y cansados de tanto emérito, de tanto culebrón ficticio y narcotizante que sólo parece buscar la distracción colectiva, el opio del pueblo, el juego de la bolita. Nos dan igual sus idas y venidas, dónde duerma o dónde eche una cabezadita tras una copiosa y regada comida; nos es indiferente, asimismo, dónde y cómo se reúna con la familia, y aquí incluyo a la esposa, los hijos, los nietos y hasta el Espíritu Santo.
Su peliculera bajada del avión que lo devolvía a España tras dos años de aparente autoexilio es el inicio de un capítulo más de este esperpento en el que se ha convertido la vida del que fuera jefe del Estado desde 1975 hasta su abdicación en 2014. Un jefe del Estado al que la prescripción de determinadas fechorías y la inviolabilidad que le protegía durante su reinado le han salvado de al menos 13 delitos según la fiscalía. Y es necesario recordarlo para que nadie lo olvide en medio de tantos aplausos, loas y banderitas como hemos presenciado en Sanxenxo.
Un espectáculo, el visto, un tanto sorprendente, alejado de la privacidad y la discreción que se le suponía, que ha terminado convirtiéndose en una especie de ridículo acto de desagravio y de presunta reivindicación personal del emérito, y de paso, en un meneo incuestionable contra Felipe VI, su hijo y actual jefe del Estado. En la Historia de España de la vieja Enciclopedia Álvarez, estos enfrentamientos reales entre padres e hijos, con corona de por medio, siempre acababan en un campo de batalla.
El emérito, que ha reconocido, y pagado a través de distintas regularizaciones, haber defraudado a la Hacienda pública y haber movidos millonadas por paraísos fiscales, en lugar de desaparecer se ha convertido, y él ha puesto todo de su parte, en un pin-pan-pún político, en un arma arrojadiza contra su propio hijo, en una coartada, en una válvula de escape y, lo que es peor, en un inhibidor de esos que emiten ondas electromagnéticas para bloquear el normal funcionamiento de las cosas.
Parto de la base de que Juan Carlos I tiene todo el derecho para entrar y salir de España tantas veces como quiera; para verse con quien le dé la gana, montar en barco o en globo, o asistir a bodas, bautizos y comuniones. Pero hasta ahí debería llegar. Está bien que se haya favorecido de que no todos los ciudadanos seamos iguales ante la ley, pero tampoco es necesario que se regodee de ello delante de todos los españoles como si él fuera un hombre inocente, que no lo es; como si él no hubiera roto un plato y los que hubiera destrozado antaño fueran a cuenta de todo lo que presuntamente le debemos.
No debería estar ni el cuerpo ni la cabeza del emérito para exhibiciones de ningún tipo. Tampoco para darse baños de multitud, sentirse otra vez el rey del mambo, o recuperar la campechanía que ya creíamos amortajada, especialmente sabiendo todo lo que los españoles ya sabemos de su lado más oscuro.
Hasta aquí el circo sin payasos al que hemos asistido estos últimos días, y que concluyó este lunes con una reunión privada de la que nada sabemos y todo nos imaginamos: seguro que al emérito le leyeron la cartilla, le explicaron todo el daño causado a la familia y le dijeron que esperara a que ganara el PP para volver a casa, podría ser el resumen del mal trago que padre e hijo debieron pasar. Perfecto colofón en cualquier caso para este teatro de los horrores que, seamos sinceros, a los españoles no les interesa demasiado.
Ahora bien, lo de exigir explicaciones por sus tropelías es otra historia y posiblemente requiera un análisis bastante más profundo y con más protagonistas del que ha puesto sobre la mesa el sector socialista del Gobierno, con Pedro Sánchez a la cabeza.
Porque si realmente nos empezamos a poner tan exquisitos, es indudable que sí, que Juan Carlos debería dar esas explicaciones, ya que sin duda alguna los españoles merecen saber porqué tenía el hoy emérito un pluriempleo tan bien remunerado cuando pensábamos que era jefe del Estado a jornada completa.
Pero no es menos cierto que a lo mejor también deberíamos exigir idénticas explicaciones a la mayoría de los gobiernos de la democracia. Y también a no pocos grupos de comunicación que practicaron sin desmayo la genuflexión hasta romperse la espalda. Ambos, gobiernos y medios, impusieron una ley del silencio en torno a cualquier polémica que pudiera tan siquiera rozar al entonces intocable monarca al que todos, siempre, le rieron las gracias.
De los 39 años que fue jefe del Estado Juan Carlos de Borbón, el PSOE ocupó la presidencia del Gobierno durante 21 años: 14 Felipe González y siete José Luis Rodríguez Zapatero; el PP dirigió el país durante 11 años: los ocho de José María Aznar y tres con Mariano Rajoy porque el rey abdicó en 2014. Sus primeros años, recién inaugurada nuestra democracia, fueron con gobiernos de UCD: cinco años con Adolfo Suarez y dos años con Leopoldo Calvo Sotelo como primeros ministros.
Quitando a estos dos últimos, que bastante tuvieron con guardarse las espaldas de aquellos que acabarían poniendo en marcha la intentona golpista del 23F, cabe hacerse las siguientes preguntas:
¿Es realmente creíble que ninguno de los restantes presidentes del Gobierno supiera a qué se dedicaba el jefe del Estado en sus ratos libres o es que quizá prefirieron practicar el arte de mirar para otro lado?
¿Es realmente creíble que ninguno supiera nada de nada de sus escarceos sentimentales y de sus trapicheos financieros?
¿Es realmente creíble que ninguno supiera los negocios a los que se dedicaba Corinna Larsen, la amante del rey con domicilio fijo en La Angorrilla, finca situada a 19 kilómetros del palacio de la Zarzuela y propiedad de Patrimonio Nacional?
¿Es realmente creíble que ni el entonces presidente José Luis Rodríguez Zapatero ni sus servicios de información ni nadie de su Gobierno se enterara de que el 7 de abril de 2010 el rey llevó personalmente una pesada maleta con 1.895.250 dólares, regalo del rey de Bahréin, al domicilio particular de Arturo Fasana, experto en gestionar cuentas en paraísos fiscales, según declaró el citado gestor al fiscal jefe del cantón de Ginebra?
¿Es realmente creíble que ni el entonces presidente José Luis Rodríguez Zapatero ni sus servicios de información ni nadie de su Gobierno se enterara de que la tradicional generosidad del mundo árabe con nuestro monarca había pasado de los deportivos a una donación de 100 millones de dólares por parte del entonces rey de Arabia Saudí, Abdallah bin Abdulaziz, que Juan Carlos de Borbón recibió gustosamente el 8 de agosto de 2008, cuando la crisis financiera nos tenía a todos los españoles con el agua al cuello?
¿Es realmente creíble que ningún presidente ya fuera del PSOE o del PP supiera nada de nada de todo esto o es que a lo peor le dejaban hacer todo lo que le viniera en gana y al final de sus mandatos simplemente se pasaban, de presidente a presidente, determinadas cuitas reales con el mismo secretismo que otros jefes de Estado intercambiaban los códigos de sus misiles?
No, no es creíble tanta ignorancia durante tantos años. Y sí, el rey Juan Carlos I se dedicó a todo lo que ya sabemos, y posiblemente a mucho más que todavía ignoramos, pero quienes pudieron estar al tanto quizá eligieron o darse la vuelta o directamente cerrar los ojos. Ellos sabrán por qué.
Leo este tuit del historiador Julián Casanova y no me resisto a reproducirlo: «Quienes amasan todo el poder en la historia nunca sienten necesidad de pedir perdón. Y si lo piden, ¿a quiénes corresponde perdonar? ¿Por qué tanta gente toleró durante años sus diversiones? Para él todo estaba permitido. Era el campeón de la democracia. Y así forjaron su historia»
Periodista. Director de @republica_com. Yerro más que acierto, pero lo sigo intentando. No creo en casi nadie. Me gusta leer y viajar para comprobar lo pequeño que soy. Antes en Diario 16, El Mundo, El Español y Henneo. De Zaragoza. Lector, viajero y cinéfilo.
