Shakespeare en Wall Street – Milenio

Joaquín López-Dóriga
Jorge Zepeda Patterson
Carlos Marín
En días recientes leí un artículo sobre cómo leer a Shakespeare puede traducirse en una mejor calidad de vida, volvernos más libres, hacernos valorar a nuestras amistades, permitir conocernos mejor y, si la vida lo vuelve necesario, cambiar de identidad. Y, lo más crucial de todo, se afirma que un pasaje de Romeo y Julieta sobre el tiempo nos puede ayudar a ser mejores inversionistas en la bolsa de valores, para no precipitarnos con los frenesíes y pánicos del mercado cambiario. Ah, si tan sólo se les exigiera a los ejecutivos de Wall Street leer a Shakespeare, quizá se pudieran haber evitado tantos colapsos bursátiles, con sus muy reales efectos devastadores en las vidas de millones de personas.
Pero en realidad esto no es nada nuevo. Existe una muy amplia bibliografía empresarial que pretende vincular filosofía o religión con el éxito en los negocios, y existen por ejemplo libros que intercalan frases del Bhagavad-gita para fundamentar principios de management, y quizá el mejor título que alguien le haya puesto jamás a un libro sea: Jesús, director general: cómo utilizar la sabiduría ancestral para un liderazgo visionario.
Así que quizá el eterno dilema de cómo fomentar la lectura vaya más en esta dirección, y en lugar de destacar el placer que produce, los mundos interiores a los que nos lleva y toda esa sarta de asuntos nostálgicos, ya un tanto desfasados del vertiginoso mundo líquido en el que vivimos, el camino consista en subrayar, como sucede con el caso de Shakespeare y la bolsa de valores, qué utilidad práctica podrían traer para nuestras vidas las grandes obras literarias. Así quizá logremos no sentir que perdemos el tiempo al leerlas, sino conseguir orientarlas hacia un fin concreto que nos haga tanto ser mejores personas, como tener vidas más rentables y productivas.
Podríamos por ejemplo recomendar Pedro Páramo como un manual de supervivencia por si alguna vez descubrimos ya demasiado tarde que nos encontramos en un pueblo habitado por fantasmas. 1984 puede servir para convencer a un maestro de matemáticas de cambiarnos la calificación, pues si se acepta el axioma promovido por el Estado orwelliano de que 2 + 2 = 5, siempre se podrá torturar al maestro hasta que dé nuestra respuesta por válida y nos suba la nota. Podríamos utilizar El jugador de Dostoievski para argumentar que la ludopatía es algo superior a las propias fuerzas, si acaso la pareja llegara a molestarse por haber incurrido en deudas de juego que atenten contra la economía familiar. La campana de cristal, de Sylvia Plath, puede ser muy útil para convencer a jóvenes desorientados, que no hallen su lugar bajo los imperativos de las expectativas sociales, de someterse a terapia de electroshocks para con ello perder la voluntad y no resistirse más a ser lo que su educación determinaría que deban ser. Y si por cualquier extraña razón alguna vez nos viéramos confrontados por un monstruo rojo con alas, altamente sensible y aficionado a tomar fotos de volcanes, Rojo, de Anne Carson, nos ofrecería una guía inmejorable sobre cómo lidiar con la criatura para no albergar un trauma que nos impida en adelante funcionar en el mundo.
Después de todo, ya sabemos que “Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña”, así que habrá que darse a la tarea de vincular la literatura con fines utilitarios, pues además ya va siendo hora de que finalmente sirva para algo.
Eduardo Rabasa
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